El abedul plantado sobre aquella colina era
mudo testigo de la traición de los hombres. Sometido a la tentación de los
hijos de Eva por la destrucción quedó solo en aquel yermo páramo. Lugar del que
hasta la vida misma huía y la muerte era atraída por su misma esencia.
Mas sus raíces eran fuertes y resistía aunque sometido por el gélido viento
mientras protegía con sumo cuidado el último vestigio de existencia que era él
en sí mismo.
Los días se sucedían lentamente y sus hojas lloraban
cayendo una tras otra hasta que solo fueron quedando ramas desnudas que presagiaban
el inminente fin. La balanza dejaba de inclinarse a su favor y la parca reía ya
victoriosa.
El cielo enloquecido comenzó a bramar y un
rayo impacto violentamente sobre su corteza marcando el final de una era. Todo
quedó en silencio cuando el pereció; nadie lloraría su muerte.
El tronco medio calcinado se troncho del todo
y rodó colina abajo partido en dos. Libre por fin de aquella colina no detuvo su
carrera hasta dejar atrás el páramo donde había estado encarcelado para dejar ir lo que durante quince
años había protegido; las semillas de la vida. Había dado su vida por sus hijos
e hijas que repoblarían aquella tierra.
Su espíritu seria por siempre uno con ellos.